Cuando introducimos a nuevas personas en nuestra vida y, así, nos introducimos en las de ellas, nos apropiamos un poco de sus problemas y de su visión del mundo. Sí, esto es una absoluta perogrullada y, precisamente por eso, no me había detenido nunca a pensarlo. Pero este conocimiento que daba por sentado se ha convertido en una absoluta revelación desde que comencé a vivir fuera de mi país, Venezuela.
En Barcelona se vive una especie de fantasía, en la que, apartando la esquizofrénica relación de (no) pertenencia de Cataluña con España, miles de extranjeros convivimos pacíficamente, arrastrando nuestra procedencia pero deslastrándonos en lo posible de la asquerosidad política y bélica. Nunca había tenido una experiencia multicultural tan diversa. Tampoco me imaginé que sería posible encontrarse tantos venezolanos en la calle al azar, pero ese es otro asunto. Ahora, como en toda ilusión, eventualmente la burbuja estalla, quizá con un estallido pequeño, pero suficiente para hacerme entender que hay improntas de las cuales es imposible librarse. Al involucrarme con gente que proviene de lugares absolutamente diferentes de mi muy particular país, comienzo a ver como reales una serie de problemas que para mí sólo eran parte de los noticiarios, y no sólo reales en cuanto a hechos objetivos, sino que llegan a afectarme incluso en mi pequeño mundo práctico y emocional.
Reality check: Te preguntas si invitar a tus amigos a una fiesta puede ser motivo de confrontación; no porque uno se acostó con la novia del otro, o porque le robó algún dinero, no, por nada derivado de la relación misma entre esas dos personas. Todo lo contrario. Simplemente las nacionalidades que rezan sus pasaportes son enemigos históricos. Esas dos personas pudieran tener –y quizá tienen– cierto grado de amistad, pero todo lo externo a ellos es juez de dos individualidades que, además, en esta época, poco tienen ya que ver con los orígenes de los conflictos. Me disculparán la falta de ejemplos concretos, pero me sabría mal echar mano de los que tengo porque en realidad no me pertenecen. Sí me tomo la libertad de aclarar que se trata de amigos de diversos países del Medio Oriente, pero también aplica para rusos y chechenos, chinos y taiwaneses e incluso, en menor medida, algunos países de Suramérica. El mundo realmente está lleno de reconcomio, literal y visceral, y yo no me había dado cuenta.
Ese rechazo innato –por no decir odio– me resulta incomprensible, absolutamente. No quiero decir que estos estigmas carezcan de razón, o no. Simplemente me son tan ajenos que, quizá justamente por eso, me siento en el deber de respetarlos. Me siento pequeñísima ante este asunto. Porque mi instinto es juzgarlos a todos por lo malo, por su incapacidad de entender que un individuo no es más que sus propias acciones y que nadie tiene por qué pagar en su mínima persona por la herencia histórica de su lugar de origen. Pero entonces comprendo que, quizá, mi propia herencia histórica me ha inhabilitado para entender este asunto, sino simplemente me ha destinado a pagar la que es, por mucho, la más leve de sus consecuencias y, cómo no, agradecer la oportunidad de participar, así sea para que de pronto me arranque un par de lágrimas, de este otro mundo diferente del mío.
Lorena
Lorena
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