15.8.11

Una delgada película de polvo


            Mucho se ha debatido sobre ‘La Fórmula de Hollywood’, o incluso sobre meras recetas para realizar una buena película. La búsqueda es válida, pero estéril, en mi opinión. El espectador no es una simple porción de una masa amorfa y anónima. Una audiencia no es ni siquiera una masa sino, por el contrario, su naturaleza es heterogénea y es allí, en la individualidad, que el arte encuentra cobijo. El arte se resguarda bajo la cálida manta de la memoria humana, subjetiva y mínima. No somos más que nuestros recuerdos.
Me refiero a la memoria como el remanente de la experiencia. No somos más que las cosas que hemos vivido y, en definitiva, no tenemos otros lentes para ver el mundo y estimarlo. Así, las sobras son más valiosas que el todo, al menos en términos humanos, porque no hay recuerdos en bruto, sino sólo interpretaciones. El ensayo lo tuve en mí: Hace unos cuatro años llegaron a Venezuela los largometrajes de Cédric Klapisch, “El Albergue Español” (2002) y “Las muñecas rusas” (2005). La primera retrata a Xavier, un estudiante de Economía francés que pasa un año de intercambio de estudios en Barcelona, gracias al programa Erasmus. Su secuela ocurre cinco años después, y sigue la vida de Xavier tras encontrar su verdadera vocación en la escritura y, también, reencontrarse con algunas de las personas con las que compartió apartamento en Barcelona tiempo atrás. Disfruté ambas películas pero, en el momento, la superioridad del segundo film sobre el primero fue evidente para mí.
Casualmente me mudé a Barcelona hace casi un año y, aun más casualmente, tropecé con un grupo de estudiantes de Erasmus, quienes se convirtieron en mi grupo regular de salidas y diversión barcelonesa. Y, aún casualmente, siquiera sin recordar muy bien de qué iban las películas, me reencontré con el díptico de Klapisch, sólo con el recuerdo de que la segunda era mejor que la primera. Debí haberlo previsto: esta vez “El Albergue Español” tuvo para mí un encanto y una familiaridad, como una confesión sincera, que para mí pudo más que la superioridad formal de su secuela.
“Las Muñecas Rusas” es, de cierta forma, una historia de amor (o varias) bastante universal, contada más pulidamente, lo cual equipara a su realizador, más experimentado, con su protagonista/narrador, que es ahora un escritor de profesión. Así, los aciertos de Klapisch como director –contador de historias al fin– pasan como la pluma más pulida de Xavier. La evolución de una película a otra se hace muy coherente. Evidentemente –o quizá es una osadía afirmarlo–, Xavier no es más que un avatar cinematográfico de Klapisch. Los escritores no pueden escribir sobre otros escritores sin reflejarse ellos mismos. Y, naturalmente, este segundo filme es, de la forma más directa, una mejor película, un monstruo más querible.
Pero ahora, que el amasijo de mis memorias son un poco menos tabula rasa que antes y, además, tengo experiencias que hacen eco, nítido, en el primer film –empezando por el reconocimiento de calles y locales que, ahora, veo casi a diario–, “El Albergue Español” fue, para mí, no sólo evidentemente más divertida y conmovedora, sino definitivamente mejor.
No sólo cada sociedad evoluciona a un ritmo que es casi imposible de seguir sino que, como ha sido siempre, cada individuo (cada espectador) acumula, a una velocidad abrumadora, más y más recuerdos –que la mente no es más que recuerdos y el juego constante con ellos–, que modifican esencialmente su persona, sus opiniones, sus juicios y, en último término, sus impresiones sobre una película.
Me temo que no hay forma alguna de negar que, más allá de fórmulas, más allá de los contrastes entre el cine de autor y el cine de industria, el cine es, irrefutablemente, arte, menos por sus virtudes que por su absoluta incapacidad de prever el impacto que podría tener en un individuo. Evidentemente no me refiero a los números que salen en los reportes de taquilla. Me refiero a cada mínimo espectador, cuya pasión y cuya memoria, intangible y efímera, difícilmente será colocada en números. La persona que somos, íntegramente, desaparece a cada instante, como una fina capa de polvo ante una brisa de experiencias nuevas. Pero no hay que esperar mucho antes de que un nuevo manto, un nuevo yo, se asiente sobre la superficie, reinterpretando el mundo, una y otra vez, tras cada soplo.

Lorena

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