Había pasado ya algún tiempo y, aún y cuando Ana se encontraba resuelta en el mercado sin góndolas de la soltería, todavía se sorprendía a sí misma sacando el cepillo de dientes de la bolsa de tela para contemplarlo un rato. No lo hacía siempre, pero siempre que lo hacía era de noche.
Se podría decir que Ana ya había olvidado aquel chico que cumplía su rutina de limpieza bucal en su departamento. No olvidado del todo, claro está, pero lo suficiente para buscar un nuevo un cepillo de dientes. En ese momento, este objetivo era a penas un deseo inconsciente en su mente: Ana tenía un cepillo de dientes, no una colección. Sin embargo, extrañamente, la idea de encontrar una nueva pareja le remitía instantáneamente al cepillo de dientes del antiguo amante que ocultaba en su mesa de luz.
Una noche, una discoteca, más de una de cerveza. Ana bailaba al ritmo de la música con la alegría de la juventud. Ramiro, al otro lado del lugar, supo notarlo y le gustó. Se abrió paso entre la gente, le habló y salió del encuentro con su número de teléfono. Ana seguía bailando complacida, con un leve aire de triunfo. Al día siguiente, Ramiro llamó a Ana y súbitamente se encontraban en la convención social de coordinar el encuentro con un extraño; costumbre habitual para quien goza el estado civil de no estar comprometido a nada. Sin embargo, para ellos, todo aquello aun conservaba un olor a nuevo.
Se vieron, rieron, bebieron y se besaron. Ana sentía eso que para describir es casi imposible no utilizar palabras cursis. También estaban las hormonas: el deseo, las ansias por la piel no explorada que quieres tocar con ganas de conquista. Porque era verano, porque hacía calor, porque habían bebido, porque se gustaban y, sobretodo, porque querían, esa noche terminaron en un cuarto de hotel.
Ana estaba sumida en una nueva intimidad con otro extraño. Y había un matiz familiar en todo eso que le parecía raro: algo le remitía a Sergio cepillándose los dientes en el baño de su departamento pero, a la vez, le incomodaba ver que sólo era ese tal Ramiro, lavándose las manos con un jabón que parecía de plástico. ¿Es que nunca más será lo mismo? ¿O será que aquello es lo mismo y es ella quien cambió?
Salieron a la calle y la luz del sol se sentía acusadora sobre los amantes que huyen para que la claridad no devele el placer del sexo en sus caras. Se despidieron y Ana tuvo la imagen de dos empresarios que cierran un negocio.
Al llegar a casa, el silencio la hizo sentir inconscientemente derrotada. Excepto por el cansancio, nada había en esa realidad que sugiriera un cambio: el vacío seguía ahí. Regresaba sola a su casa, sin cepillo de dientes, y desde ese momento tuvo la clara convicción de que esos amores fugaces, realmente, no eran lo suyo.
Nunca más vio a Ramiro y se prometió a sí misma jamás volver a pisar un hotel.
Esto último no lo cumpliría.
Adriana
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