Cuando prometí escribir para este espacio tenía una idea muy clara de lo que iba a plasmar, o intentar hacer, en unas cuantas líneas. Sin embargo, los días fueron pasando y aquello, que perfectamente estaba estructurado, se fue perdiendo en la confusión de los acontecimientos diarios.
Salir con mi compañera a tomar una birras, luchar con la arrechera de estar en una casa que atenta contra mi salud, pensar la planificación anual de mi trabajo, intentar ver alguna película de Gus Van Sant o entre los 15 cigarros que me acompañan a diario la gran idea del principio se fue desarmando: azar y muerte.
El ejercicio literario, que estaba pendiente y con memory stick mental, se fue llenando de polvo y olvido; es decir, el estatus de pendiente se desaparecía como el dinero en mi cuenta bancaria y la tarjetica mental estaba arrugada en un rincón de mi cerebro.
En ese momento, perdido en 140 caracteres laborales, la voz de mi conciencia se apareció como una ventana emergente en la pantalla de mi ordenador, para recordarme que ya estaba cerca de la fecha prometida para entregar mi colaboración.
Después de las respectivas respuestas de torero, como por ejemplo: “tranquila pronto tendrás el asunto” y cosas por el estilo, la idea original revivió como por arte de magia. Realmente me asaltó como un delincuente.
Al estrellar los dedos contra las teclas de la laptop, me di cuenta que el segundo párrafo fue la escapatoria para tratar de olvidar, borrar, los cinco minutos más angustiantes de mi vida. Fueron cinco o solo dos, eso no importa lo cierto es que quiero olvidar.
¿Olvidar qué? Los sonidos de tres disparos, los sonidos de la gente corriendo con angustia silenciosa, los sonidos de las lágrimas de mi compañera, el sonido seco de cráneo contra la acera y, el peor de todos, la última exhalación del desconocido tirado en el piso.
Estas letras, con un mínimo de coherencia, me trasladan a los momentos previos a ese acontecimiento y mis palabras: “novia, vamos a esperar el otro Metrobus y aprovechamos y nos fumamos un cigarro” ahí se sucedieron la cadena de horribles sonidos, todo por dejar pasar el transporte y lanzar unas cuantas bocanadas de humo.
En estos días, otra vez, en la parada del Metrobus, con un cigarro en la boca y antes de apagarlo, vi como la conductora cerraba la puerta y arrancaba. El tiempo se hizo un poco más lento. El cigarro en el piso a la espera de ser apagado. Con los ojos perdidos en todas las direcciones y a la espera que ese terrible acontecimiento anterior se repitiera, solo que esta vez el azar me tocara a mí.
No ocurrió nada, solo llegaron personas a esperar su turno para abordar el autobús y terminar el día en su casa, dando gracias a la vida, dios o el azar de no haber recibido ninguna bala y convertirse en una cifra más.
Federico Zaá
Periodista
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