Suena la alarma, son las 4:50 am. Un nuevo día comienza. Es muy temprano, pero el agitado mundo exterior, tímidamente, emite sus sonidos particulares. Enciende la luz del baño y observa su rostro. La barba de tres días y las ojeras pronunciadas. Mientras se asea piensa en mil cosas: el trabajo pendiente y tantas situaciones sin resolver. Sale del baño, enciende un cigarro y va por la limpia. Son las 5:30 am. Los ruidos han aumentado. Escucha las voces de la gente que baja el cerro rumbo al trabajo. Se viste de negro y bota la colilla del cigarro.
Coge su morral y sale de casa. Son las 5:50 am, los primeros rayos del sol le golpean la cara. Junto a él, bajan miles de desconocidos, nadie le habla a nadie. Mientras camina enciende otro cigarrillo. Un vagabundo que vive entre perros y gusanos le pide algo de dinero, él lo ignora. El señor de la calle le canta unas cuantas palabras de agradecimiento. Son las 6:00 am.
Espera, eternamente, la llegada de la camioneta, 15 minutos de soledad acompañada. La furgoneta pública, por fin, llega. El humo tóxico que emana rompe el silencio del pequeño grupo de recibimiento. Entre empujones y mordiscos, logra montarse en el transporte. El calor humano lo conmueve, el ambiente de comunión que envuelve la unidad, es sublime. Recuerda cuanto quiso a su perro. Son las 6:30 am.
El calor comienza a sofocarlo, con unas ganas terribles de fumar, siente el pasar lento de las horas. Sus compañeros de viaje -que van en aumento exponencial- se desesperan ante la lentitud y amabilidad del conductor. En forma grupal o individual le agradecen lo placentero del viaje. Son las 7:20 am, todavía queda un corto camino para llegar. Saluda al vendedor de periódicos y compra el ejemplar del día. Sin poder fumar, entra por la entrada principal del edificio.
Una sala llena de espejos lo recibe, escucha un murmullo ininteligible y responde con un movimiento sutil de la mano izquierda. Con otros sube por el ascensor hasta la parte más alta del lugar, nadie se escucha en ese rectángulo, todos en su mundo, encerrados. Llega a su cabina, son las 7:30 am y enciende su PC. Se levanta y va por un café, y se detiene en la ventana del 11vo piso y no observa nada.
Esa operación, levantarse para tomarse una taza de café y mirar por la ventana, la intercala varias veces con la tortura de sentarse en su celda y confinarse a la pantalla del monitor. Las horas pasan volando, son las 12 del medio día y consume algunos alimentos. Estando con otros, está acompañado por su soledad. Las horas siguen pasando con ligereza. Son las 5:00 pm. Termina su jornada laboral, sin nada extraordinario. Emprende el regreso. El mismo acto religioso de la mañana, pero con signo contrario.
Son las 7:20 pm. Llega a su casa, se quita la ropa y la deposita en la ropa sucia. La de mañana la selecciona y se lanza a la cama, cenando las grietas del techo a la espera que los ojos se cierren. Las horas pasan. Las mismas preguntas de la mañana se repiten, mientras el sueño gana terreno. Termina otro día, son las 9:50 pm.
Suena la alarma, son las 4:50 am. Un nuevo día comienza. Es muy temprano, pero...
Federico Zaá
Periodista
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