Cuando mi compañera le preguntó a Margarita dónde podía tirar la colilla de su cigarrillo, Margarita le respondió “Ahí nomás [señalando el suelo barroso]. Acá todo queda enterrado”, sin siquiera suponer que lo que había dicho quedaría resonando en mi cabeza desde entonces.
Estábamos con un grupo de voluntarios construyendo una pequeña casa de emergencia para su hija y marido, Griselda y Roberto, y sus seis hijos, quienes viven en condiciones de absoluta precariedad en un barrio de Quilmes, en “casas” de chapa, sin agua, sin baños y sin piso más que el suelo de tierra que aquél día era barro puro mezclado con piedras, excremento, basura y cualquier otra cosa que la tierra y la lluvia habían dejado soterradas. Los chicos del barrio corrían y jugaban descalzos mientras yo procuraba que el barro no me manche las medias. Fueron dos días de intenso trabajo que coincidió con el feriado del día del trabajador.
Sin intención, Margarita, quien había llegado hace más de cuarenta años desde el Chaco con la esperanza de tener una vida mejor en Buenos Aires, había expresado tan concisamente por qué ella y su familia vivían en aquellas lúgubres y tristes condiciones. No sólo fue esa colilla lo que quedaría allí hundido; la tierra se había tragado además las oportunidades de Margarita, la oportunidad de acceder a una vivienda sin goteras, a una vida menos sufrida, a una educación para sus hijos, o a lo que para mí es tan cotidiano como un baño caliente. En fin, la oportunidad de elegir había quedado hace tiempo enterrada.
Esos dos días cavando pozos, transportando maderas y clavando paredes, con frío y bajo la lluvia, me gritaron a toda voz que no me acostumbre, sino más bien que me irrite y arda cada vez que sea testigo.
Margarita no eligió eso para ella y su familia, sino que padece de aquella enfermedad colectiva llamada pobreza y de la prisión de la desigualdad social que nuestros ojos se han malacostumbrado a ver.
A Margarita y a mí nos había unido una palabra: libertad. Yo tenía la libertad de elegir si aquél fin de semana me quedaría estudiando, durmiendo, paseando o construyendo casas junto a otros voluntarios; su falta de libertad la condenaba a levantarse como cada día y con la misma cantidad de opciones que un preso en su celda o un siervo frente a su patrón.
Victoria O’Shee
Lic. Relaciones Internacionales
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