Ese día, desperté bañada con la inercia de los días, lista para rodearme de gente común. No tenía de idea de lo que estaba por pasar. No había señal alguna de que algo iba a cambiar: me costó lo mismo de todos los días levantarme de la cama, me tardé los mismos 40 minutos en la ducha que suelo tardar, me tomé el mismo café de todas las mañanas, me subí al mismo colectivo de siempre con el mismo retraso habitual. Nada podía indicar que ese día terminaría completamente diferente al resto de los días.
Así, sumida en el autismo automático de las mismas acciones repetidas: desperté y vi todo claramente. Yo podía hacer algo más.
Renuncié. Renuncié al trabajo y a ir todos los días a una hora que no me gusta a un lugar que no quiero. Renuncié a sentirme atrapada. Renuncié a quejarme de lo que hacía. Renuncié a resignarme y obedecer. Renuncié y respiré.
Celebraba mi triunfo sobre lo impuesto cuando la gente a quién comuniqué mi decisión me decían: ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Y ahora? ¿Qué vas a hacer? ¿Estás bien? ¿Cómo, cómo en la vida te vas a quedar sin trabajo? Yo los miraba dándoles tiempo a que recordaran todas las veces que dije que no me gustaba lo que estaba haciendo y que notaran mi cara que no decía otra cosa que ‘alivio’. Pero no.
Me encontraba frente a personas que no entendían el cambio y que lo consideran maligno. Personas que se angustian frente a la incertidumbre y que clavan las uñas en su realidad con tal de que nadie las mueva ni un poquito. Personas que no se atreven y se quedan estancadas en el mismo lugar.
Me alivié de no ser así.
«“El mundo es de los audaces”, decía mi abuelo», comenta Vicky. Y también me alivié de encontrar alguien que piense como yo.
Pitágoras recomendaba elegir siempre el camino que parezca mejor sin importar que este sea duro, pues la costumbre se encargaría de hacerlo fácil y confortable. Yo creo en esto y que, una vez que te sientas cómodo, cambies el rumbo una vez más.
¡Salud y que venga lo bueno!
Adriana
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