“Dos años y cinco cepillos de dientes. Nada mal”, pensó Ana con ironía. Con una pequeña caja de madera en el regazo, Ana paseaba la mano por su pequeña colección de cepillos de dientes usados. La habitación tenía las luces apagadas, pero la luz de afuera le dejaba distinguir cada uno sin necesidad de marcarlos. El rojo Oral-B era de Ramón, el azul Colgate era de Manuel, ése estaba casi nuevo. También había uno de viajero, de esos que son simples y se doblan, ése era de Rodrigo.
Aquella colección no significaba un logro, Ana bien lo sabía. Pero, mientras que algunos guardan fotos o cartas, Ana guarda aquellos implementos de limpieza bucal como constancia de que había estado dos años pasando de una relación fracasada a otra. Esta noche, Ana no está disgustada ni triste por esto: sólo tiene una extraña sensación.
Hace un mes que conoce a Alberto y han salido algunas veces. Fueron al cine, fueron a cenar, jugaron jockey de mesa, bailaron, bebieron y muchas veces amanecieron juntos en la cama de él.
Ana está cómoda. Conoce los códigos de iniciación, las preguntas de rigor que te van dando claves de acceso a la otra persona y cuyas respuestas van llenando un formulario de solicitud para una nueva cita. La música que escucha, la película favorita, el equipo de fútbol, el hobbie, el trabajo, el tipo de familia de la que viene, etc. Nada muy a fondo, todavía esto es sólo un piloto. Como las pruebas de resistencia que les hacen a los autos, este mes sólo ha sido un chequeo para asegurarse de que vale la pena sacar al dummie del asiento delantero y poner a una persona real.
Ana está lista: lo quiere invitar a su casa. Quiere que conozca su espacio, le quiere cocinar algo en su cocina, quiere que duerma en su cama y que se cepille los dientes en su baño. Eso. Quiere que Alberto termine de marcar la tarjeta de entrada a su vida y que se termine de instalar.
Una vez le dijo para cenar en su casa, pero Alberto trabajaba ese sábado, así que sería más cómodo si iban a la casa de él. La otra noche, a la salida del bar, le propuso dormir en su casa, pero Alberto dijo que estaban más cerca de la de él. Y sí, tenía razón.
Así han pasados dos meses más y Alberto sólo conoce la fachada del edificio de Ana. Ana continúa insistiendo, confiando que, en cualquier momento, Alberto entrará a su casa y se quedará a dormir y dejará su olor en la almohada y un cepillo de dientes al lado del lavamanos. Sin embargo, qué extraña sensación la que tuvo cuando se sorprendió a ella misma comprando un cepillo de dientes nuevo de camino a la casa de Alberto. Y al dejarlo en el baño de él, tuvo una certeza.
Esta noche, con la caja de madera en su regazo, con la habitación apagada, iluminada por las luces de la noche, lo dijo en voz alta: “este hombre será mi perdición”. Y esta vez fue ella quien tuvo razón.
Adriana
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